Autor: Jorge de Juan Fernández1
Indice:
1. Abstract:
2. Análisis de la situación del mundo en la etapa contemporánea a la encíclica
3. Posicionamiento de la Iglesia respecto al mundo
4. Problemática principal que afrontar
5. Soluciones que se plantean a los problemas
6. Conclusión
7. Referencias
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1. Abstract:
La encíclica Ecclesiam suam no aborda temas concretos del mundo social: derecho a la asociación de trabajadores, desarrollo y subdesarrollo económoco, remuneración justa, agricultura, industria, etc.; sin embargo ha sido considerada como uno de los grandes mensajes sociales puesto que aborda las relaciones que debe entablar la Iglesia con el mundo, lo cual constituye el escenario base donde se debe desarrollar la Doctrina Social de la Iglesia.
A los cincuenta años de su publicación efectuamos una relectura del contenido de la misma, desde el punto de vista social, y podemos comprobar la plena vigencia de toda su argumentación, pues el diálogo, eje central de la encíclica, siempre será un instrumento eficaz entre las comunidades cristianas y la comunidad civil y política, un instrumento idóneo para promover e inspirar actitudes de correcta y fecunda colaboración, según las modalidades adecuadas a las circunstancias.
PALABRAS CLAVE: conciencia, Iglesia, mundo, caridad, diálogo
The encyclical Ecclesiam suam does not approach concrete topics of the social world: right to the workers' association, economic development and underdevelopment, just remuneration, agriculture, industry, etc.; nevertheless it has been considered to be one of the big social messages since it approaches the relations that the Church must have with the world, which constitutes the scene bases where it is necessary to to develop the Social Doctrine of the Church.
Fifty years after it’s publication we effect a rereading of the content of the same one, from the social point of view, and can verify the full force of all his argumentation, so the dialog, backbone of the encyclical, always it will be an effective instrument between the Christian communities and the civil and political community, a suitable instrument to promote and to inspire attitudes of correct and fecund collaboration, according to the modalities adapted to the circumstances.
PALABRAS CLAVE: conscience, church, world, charity, dialog
Publicada el 6 de agosto de 1964, la Ecclesiam suam no es propiamente hablando una encíclica social pero, al igual que Juan XXIII, la dirige también a todos los hombres de buena voluntad. De forma prudente y sabia Pablo VI afirma en la encíclica, en varias ocasiones, que no pretende «decir cosas nuevas ni completas; para eso está el concilio ecuménico», pero abre su corazón de pastor y comunica a la Iglesia entera tres pensamientos3 que agitan su espíritu y que en el desarrollo de la encíclica los concierne en tres ejes fundamentales del documento:
▪ El primero es el convencimiento que este es un momento en que la Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma.
▪ El segundo es el deber de actuar de la Iglesia, de corregir los defectos de los propios miembros y de hacer tender a éstos a una mayor perfección.
▪ El tercero brota de los dos anteriores. ¿Qué tipo de relaciones debe establecer hoy la Iglesia con el mundo que la rodea, donde ella vive y trabaja?
La respuesta a esta tercera inquietud del Papa es importante porque indicará el escenario en donde se desarrolla la acción inspirada de la DSI.
Pablo VI está convencido de que «la Iglesia debe establecer un diálogo con el mundo en el que tiene que vivir»4, por eso el concilio, sigue diciendo, tiene una intención
«eminentemente pastoral»5.
Estas frases preludian lo que Pablo VI nos va a decir en 1975, sobre cómo debe ser la evangelización inculturada6.
Para el Papa Montini el instrumento privilegiado de acercamiento al mundo contemporáneo es el diálogo, que se fundamenta en «la relación que Dios Padre estableció, con los hombres, mediante Cristo en el Espíritu Santo. Así la Iglesia debe procurar establecer y promover una relación de diálogo con la humanidad»7.
Pablo VI al descubrir así la nueva relación de la Iglesia con el mundo contemporáneo, está sugiriendo la metodología que debe seguir la Doctrina Social de la Iglesia para ser faro potente e iluminar las realidades temporales y propiciar los cambios necesarios para hacer de la tierra digna morada para el desarrollo y la perfección del ser humano.
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2. Análisis de la situación del mundo en la etapa contemporánea a la encíclica
Las encíclicas papales son cartas emitidas por el Romano Pontífice, en las que, de una forma doctrinal, reflexiona, orienta y responde ante una situación general concreta. Por ello, para poder adentrarnos en el contenido social de la Ecclesiam suam, es necesario realizar una mirada a las circunstancias socio-políticas que estaba atravesando el mundo en el momento de su publicación.
a) Inicio de la guerra fría
Tras la Segunda Guerra Mundial emergió una situación de tensión que llevó al enfrentamiento entre dos superpotencias, EE.UU. y la Unión Soviética, para luego extenderse a todo el planeta; se trataba de la denominada «guerra fría».
Fuera de estos dos bloques se encontraba un conjunto de países, en su mayoría pertenecientes al Tercer Mundo, que se autoproclamaron como no aliados, es decir, no partidarios a ningún bloque, aunque la neutralidad pura nunca existió ya que sus respuestas siempre estuvieron condicionadas.
La guerra fría era un estado de tensión permanente, pero nunca se llegó a una guerra generalizada. Por el contrario, los casos de tensión extrema siempre se resolvieron a través de conflictos localizados, más o menos lejanos de los centros neurálgicos de las dos superpotencias. Lo que sí se desarrolló fue una estrategia de acoso continuo al contrario, que incluía la amenaza militar constante, tanto convencional como nuclear, la confrontación ideológica y la guerra económica8.
La guerra fría no sólo fue una cuestión que afectó a las relaciones internacionales de los últimos cincuenta años. También alteró profundamente el tejido social, económico y político de todos los países del mundo. Igualmente modificó la psicología colectiva de los pueblos, atemorizados por el miedo permanente a la guerra nuclear y por el odio al enemigo.
b) Consolidación de los bloques
La tensión seguía en su punto álgido y los dos bloques poca a poco caminaban hacia una mayor integración política y económica con los países que los integraban. Así, las bases del bloque occidental fueron el Plan Marshall, un sistema de ayuda económica para asegurar la reconstrucción de la Europa occidental al mismo tiempo que afianzaba el liderazgo económico de los EE.UU., y la Alianza del Atlántico Norte (OTAN), que se trataba de una alianza militar formada en 1949 por EE.UU., Gran Bretaña, Francia, Canadá, Italia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Portugal, Noruega, Dinamarca e Islandia; con ella se pretendía dirigir la defensa colectiva de los países firmantes. Años después se incorporaron Grecia y Turquía (1952), la República Federal Alemana (1954) y España (1981).
El bloque oriental siguió unos esquemas similares. Las dos organizaciones principales fueron el Consejo de ayuda mutua económica (CAME o COMECON), que se trataba de un sistema de integración económica formado en 1949 por la Unión Soviética, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria, Rumanía, Albania y la República Democrática de Alemania, con el objetivo de coordinar las políticas de planificación económica y asistencia técnica mutua; y el Pacto de Varsovia, una alianza militar del bloque comunista, creado en 1955 y formado por la unión Soviética y los países de la Europa oriental, excepto Yugoslavia.
c) La coexistencia pacífica
A mediados de los años cincuenta la guerra fría comenzó a tomar otro cariz. Poco a poco se fue pasando de una situación de extrema alarma a otra de coexistencia pacífica, que se extendió hasta finales de los años sesenta. Tanto EE.UU. como la Unión Soviética tomaron conciencia de que era preciso convivir con el enemigo. Los motivos eran diversos, pero, sin duda alguna, el más autoritativo era el fin del monopolio nuclear estadounidense.
A partir de 1949 la URSS construyó su primera bomba atómica y alcanzó el estatus de potencia nuclear. En 1952 los estadounidenses experimentaron la bomba de hidrógeno. En 1957 la Unión Soviética colocaba en órbita el Sputnik, el primer satélite artificial, poniéndose a la cabeza de la carrera espacial con el consiguiente temor de la opinión pública estadounidense.
Todos estos acontecimientos mostraban la vulnerabilidad del territorio norteamericano ante un ataque con misiles desde la URSS o cualquiera de sus aliados. Entonces EE.UU. se adelantó en 1959 al fabricar submarinos atómicos ante los que era muy difícil defenderse.
EE.UU. había perdido el monopolio nuclear y el miedo a la guerra atómica era ahora real por el aumento de la capacidad destructora de los nuevos ingenios nucleares.
Además, nuevos países fueron construyendo sus propias armas nucleares: Gran Bretaña, Francia, China, India y Pakistán.
Los dos bloques entendieron la necesidad de crear foros internacionales para controlar la carrera nuclear. El miedo nuclear estuvo en la raíz de las primeras conferencias internacionales sobre limitación de armamento, que tuvieron lugar desde mediados de los años sesenta. La visita de Kruschev a EE.UU. en 1959 y la cumbre de París en 1960 supusieron la primera aproximación entre las dos grandes superpotencias, pero aún así el nacimiento de la coexistencia pacífica no cortó la carrera armamentística.
Junto a todo ello hemos de señalar también dos hechos muy significativos para la coexistencia. El primero fue el cambio de liderazgo político en ambas superpotencias: en la Unión Soviética con la muerte de Stalin (1953) y en EE.UU. la sustitución de Truman por Einsenhower, un político más pragmático y realista, lo cual ayudó en dicho viraje. El segundo acontecimiento fue la descolonización en Asia y África, que propició a la aparición de nuevos países en los foros internacionales, lo que provocó el cuestionamiento de la estructura bipolar del mundo.
d) Principales conflictos
Durante la guerra fría se sucedieron conflictos, graves crisis políticas y enfrentamientos localizados, con posteriores acuerdos. Así, las sucesivas crisis acabaron por desembocar en una mayor tendencia a la negociación.
⮚ La guerra de Vietnam
Esta guerra fue el conflicto más sangriento y persistente de la guerra fría. El espacio indochino fue ocupado por los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Al llegar la capitulación nipona, el movimiento de resistencia anticolonialista, el Vietminh, de inspiración comunista, dirigido por Ho Chi Minh, ocupó el vacío de poder y proclamó la república Popular de Vietnam, en el norte del país; mientras el sur, con capital en Saigón, fue ocupado por el ejército británico, que inmediatamente cedió el poder a os franceses como antigua potencia colonial.
La primera guerra de Indochina enfrentó a Francia con los guerrilleros del Vietminh entre 1946 y 1954. Fue una guerra de recuperación colonial, que desembocó en un conflicto tipo de la guerra fría. Este primer episodio culminó con la derrota del ejército expedicionario francés en Dien Bien Phu, en 1954.
Sin embargo, EE.UU. no estaba dispuesto a tolerar un régimen comunista en Vietnam. Por ello, iniciaron una estrategia de intervención para poder sustituir a Francia como potencia en esa área.
La primera fase de la operación fue la subida al poder de un hombre próximo a sus intereses. El nuevo gobierno se negó a llevar a la práctica los acuerdos de ginebra que incluían la convocatoria de elecciones que posibilitaran la reunificación del país, y en 1955 quedo proclamada la república de Vietnam del Sur. Los expertos estadounidenses habían considerado inevitable el triunfo electoral de Ho Chi Minh, dada su popularidad.
La respuesta de EE.UU. fue doble. Por un lado, se amplió la ayuda militar a Saigón. Por otro, se obligó a los ocho millones de campesinos a concentrarse en 7000 aldeas estratégicas, con el fin de impedir la influencia de Vietcong en el campo. Todo ello sentó las bases para la intervención masiva estadounidense, que fue creciendo en volumen e intensidad: bombardeos masivos, guerras químicas, dislocación de la sociedad, etc.
⮚ Crisis del canal de Suez (1956)
En este conflicto se entremezclaron los problemas regionales y la guerra fría, así como intereses económicos y geoestratégicos9. Francia y Gran Bretaña atacaron a Egipto, que había nacionalizado el canal de Suez y lesionado así sus intereses en la región. EE.UU. y la Unión Soviética condenaron la agresión. El resultado fue una colaboración que permitió a ambas superpotencias controlar Oriente Próximo.
⮚ Segunda crisis de Berlín
La ruptura tampoco llegó con esta crisis, cuando en 1958 la Unión Soviética exigió el estatuto de ciudad libre, en un momento en que la República Democrática Alemana estaba sufriendo una sangría migratoria hacia Occidente a través de la ciudad dividida. Tras un importante enfrentamiento político se construyó el muro de Berlín en agosto de 1961, pero esto no motivó la intervención occidental.
⮚ Crisis de los misiles en Cuba
En abril de 1961 exiliados cubanos, con el apoyo de la CIA y el Departamento de Estado estadounidense, desembarcaron en Bahía Cochinos para derrocar a Fidel Castro. En 1962 los soviéticos comenzaron a instalar en Cuba cohetes que apuntaban hacia el corazón de EE.UU. Por primera vez bases nucleares soviéticas estaban sólo a decenas de kilómetros del territorio estadounidense. El Consejo de Seguridad Nacional de EE.UU. planteó tres supuestos de actuación: el bombardeo, el desembarco o el bloqueo de la isla. Finalmente, el presidente Kennedy se inclinó por esta última opción. Las relaciones entre las dos superpotencias llegaron a la máxima tensión y el mundo temió el holocausto nuclear. Por fin, Kruschev dio marcha atrás y ordenó el regreso de los buques con armamento nuclear que se dirigían a Cuba.
El planeta había estado al borde del abismo. La búsqueda de un espacio de entendimiento entre la URSS y EE.UU. no admitía retrocesos. En 1963 se instaló el célebre teléfono rojo entre Washington y Moscú, sistema de comunicaciones directas entre los líderes de las dos superpotencias para buscar salidas negociadas en los momentos de crisis.
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3. Posicionamiento de la Iglesia respecto al mundo
La encíclica se abre en efecto con la palabra Iglesia que ha dado nombre al documento según el estilo curial, y se cierra con aquel grito exultante final: «La Iglesia está viva»; mientras que el mundo recibe su primera alusión ya en el segundo párrafo, al constituirle en destinatario de su carta, y sobre él descansan las dos últimas palabras al extender su bendición no sólo sobre la Iglesia sino también «sobre la humanidad entera». Entre este comienzo y este fin, saltan constantemente los defectos de una y otro, sus conexiones, sus distancias, sus aspiraciones comunes.
Cabe realizarnos una pregunta en el desarrollo de este punto a la luz de la encíclica: ¿el cristiano de hoy puede adoptar, frente al mundo, una actitud distinta de la del cristiano de ayer? Tenemos que decir que sí, ahora bien, aclarando nuestra respuesta.
Si sólo se tratara de lo estrictamente dogmático, apenas habría lugar para estos planteamientos, al no ser que fuera para esclarecer alguna consecuencia o aspecto parcial de la doctrina hipotéticamente olvidado o dejado en penumbra. Pero no es en el terreno dogmático en el que tales cuestiones se formulan, sino en el pastoral y misionero, es decir, allí donde todo cristiano, por el hecho mismo de poseer una luz, descubre tinieblas y contradicciones reales o aparentes.
¿Qué hacer pues? El mismo Pablo VI, utilizó la expresión «tormento apostólico» para referirse a la situación que vivía el primero de los apóstoles ante la impotencia, en muchas ocasiones experimentada, del retroceso del mundo.
A pesar de ello, el Papa, consciente de la necesidad de afrontar desde la Iglesia los problemas de sus hijos y de dar una respuesta acertada ante ellos, aborda en la Ecclesiam suam las líneas fundamentales de lo que debe ser un cristiano para el mundo moderno10:
a) Amor e interés positivo por el mundo
He aquí la primera condición del cristiano de hoy, que se puede extraer de la Encíclica. Todo el que ame a la Iglesia debe empeñarse denodadamente en la tarea de acercamiento al mundo, pues «tenemos en común con toda la humanidad la naturaleza, es decir, la vida con todos sus dones, con todos sus problemas»11. Por ello la Iglesia debe buscar nuevos caminos para ayudar a la humanidad entera en todos sus problemas, pues
«tenemos verdades morales, vitales, que hemos de poner en evidencia y corroborar con la conciencia humana, benéficas como son para todos»12.
Por ello, el lenguaje de las condenaciones y los anatemas ha sido abandonado13, pues las relaciones entre la Iglesia y el mundo pueden revestir muchos y diversos aspectos entre sí. Teóricamente hablando, la Iglesia podría apartarse de la sociedad profana anatematizando sus costumbres, o por el contrario acercarse tanto a ella que tratase de alcanzar un influjo preponderante, sin embargo, la relación de la Iglesia y el mundo
«puede representarse mejor por un diálogo, que no podrá ser evidentemente uniforme, sino adaptado a la índole del interlocutor y a las circunstancias reales»14.
b) Estimación del progreso temporal
Este amor del cristiano al mundo de hoy no puede quedarse en una contemplación admirativa y abstracta. Por el contrario, se trata de relaciones concretas que se han de lograr en el campo político, social, cultural, económico.
El mundo, como intentamos exponer en el punto anterior, se encontraba marcado por una profunda crisis política. Varias naciones se encuentran sumergidas en una guerra de tensiones y miedos al poder nuclear, pero en medio de ello vislumbran notables avances como los planes de transformación de las estructuras agrarias, las aplicaciones de la técnica al mundo de la industria y el comercio, las asociaciones políticas locales sinceramente interesadas en la paz y el progreso, los derechos humanos, la protección a la infancia, en desarrollo económico y cultural del tercer mundo, la guerra contra el hambre. Éstas y otras empresas más, propias de aquella época tan atormentada, tienen también un quid divinum en sí mismas, pues ofrecen objetivos nobilísimos a la acción de los hombres que creen en Dios y comprenden el alcance de los preceptos de Cristo sobre el amor al prójimo15.
c) Realismo y moderación en el juicio
Hay una tercera actitud que la Iglesia católica debe adoptar: «la que se caracteriza por el estudio de los contactos que debe tener con la humanidad»16. Si la Iglesia logra cada vez más clara conciencia de sí17 y trata de conformarse al modelo que Cristo le propuso, llegará a diferenciarse profundamente del ambiente humano en el cual vive y al cual intenta aproximarse.
La Iglesia debe ser portadora del mensaje de Cristo y para ello debe acercarse al mundo con el fin de ofrecérselo de una manera clara y comprensiva, pero eso no significa que deba ocultar el paisaje triste y doloroso de las derrotas del humanismo, o que, renunciando, casi sin darse cuenta, a exigencias muy claras del Evangelio, quiera quemar etapas en un intento de aproximación entre la Iglesia y el mundo.
Pablo VI da un ejemplo perfecto en los nn. 54-55 de esta encíclica y en varias intervenciones suyas cuando habla del problema que nos ocupa. Nadie le aventaja en la tarea de infundir aliento y esperanza sobre todas las empresas humanas que el mundo y los hombres de hoy tratan de llevar a cabo. Pero a la vez, como a quien corresponde la suprema responsabilidad en el análisis, el método y la pedagogía de la fe, no tiene miedo a denunciar las grandes lacras de una humanidad desprovista de la luz y la vida de Cristo.
d) Primacía de la fe y obediencia a la Iglesia
El cristiano, en su actitud frente al mundo de hoy, debe prestar suma atención y obediencia interna y externa a lo que la Iglesia, por medio de los que la rigen, nos dice en cada momento.
En un artículo escrito en Roma durante la tercera sesión conciliar por el teólogo Schillebeeckx, éste afirmaba a propósito del esquema 13 que la posición del problema contenido en el mismo «no puede inspirarse en una actitud que consista en lanzar desde lo alto de la montaña de Sión una mirada paternalista sobre las tierras bajas de este mundo terreno llamado extranjero»18. Como imagen retórica no está mal, sin embargo, si lo que se quiere expresar con ello es una actitud excesivamente paternalista de la Iglesia jerárquica –en las relaciones Iglesia-mundo es necesario entender a ésta así-, mostrándose incluso en contra de la doctrina conciliar refleja en la Lumen gentium ¿por qué ese concesionismo a ultranza?
Molesta al mundo el que la Iglesia le contemple desde la cima, como a algo que ella viene a salvar. Pero ¿acaso no le contempló así Jesucristo, desde la cumbre solitaria de su divinidad, aunque fuese también hombre?
Las palabras de Pablo VI al respecto resultan muy clarificadoras19. No podemos debilitarnos a nosotros mismos con el objeto de evitar que nuestra fortaleza, la de Cristo en su Iglesia, parezca mal al mundo. No es olvido de la exinanitio y el humilde espíritu de Cristo proclamar, como Él lo hizo, que en la Iglesia está Él como camino y vida. No es triunfalismo, ni agresión a los derechos del hombre, ni desconocimiento de las huellas de luz divina marcadas en el mundo. Es lógica consecuencia de la fe.
El peor servicio que podríamos prestar al mundo consistiría en perder nuestra conciencia de guías; así el Papa Montini se percata perfectamente de «los peligros que una actitud de connivencia de “simpatía” con el mundo pudiera causar al espíritu auténticamente cristiano de los fieles»20.
e) Santificación del mundo
Las notas que definen la actitud cristiana enumeradas hasta aquí son aplicables por igual, en el terreno de los principios, a todos los miembros de la Iglesia, jerarquía y laicos.
Pero hay una tarea que es casi exclusiva de estos últimos: la de las realizaciones temporales en concreto bajo signo cristiano, tarea que ha dado en llamarse, desde los días de Pío XII «consagración del mundo».
Sobre lo que ella ha de ser, sus condiciones y exigencias, tenemos las hermosas enseñanzas del Concilio21 en las que se precisa con meridiana claridad la misión que al laico corresponde de ser levadura en el mundo y brillar ante todo con el testimonio de su vida, su fe, esperanza y caridad.
El Papa Pablo VI por su parte, en la Ecclesiam suam y en innumerables discursos y actuaciones lo predicó con insistencia, no dejando lugar a dudas tanto al hablar expresamente del seglar como del apostolado de la Iglesia. Valga, entre todos, el siguiente texto escogido por su fuerza y vigor:
«Vosotros, hombres de negocios, podéis también con arte vario, con virtud nueva, ser pilotos en la formación de una sociedad más justa, pacífica y fraterna. Sed hombres de ideas dinámicas, de iniciativas geniales, de riesgos saludables, de sacrificios benéficos, de expresiones animosas; con la fuerza del amor cristiano podréis grandes cosas»22.
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4. Problemática principal que afrontar
Hemos visto en los apartados precedentes la situación socio-política del mundo y la respuesta de la Iglesia ante ella. Conviene ahora apuntar los problemas generales que en torno a la fecha de la publicación de la encíclica afectaban tanto a la Iglesia como al mundo, y a la relación entre ambos, para poder comprender la respuesta dada en la encíclica, es decir, los problemas frente a los cuales pretende iluminar el documento pontificio a toda la humanidad.
El primer síntoma diferenciador entre la Iglesia y el Mundo tiene un punto de vista formal, aunque desemboque al fin en una cuestión de fondo. Pablo VI en su encíclica y con él toda la Iglesia «quieren una Iglesia moderna en un mundo moderno, quiere que la Iglesia selle su destino irrevocable con el mundo para ser su destino animador»23. Ahora bien, al querer abrirnos paso en este bello programa de acción nos encontramos con la primera dificultad de que ambas instituciones caminan cronológicamente desfasadas.
El mundo se ha desplazado en los últimos dos siglos particularmente sobre la barra suspendida del tiempo a un ritmo más vivo que la Iglesia. Por eso si la Iglesia quiere actuar en y con el mundo de hoy, tiene que cubrir de alguna manera la distancia del tiempo que les separa, tiene que pasar del ayer al hoy.
La vida de la humanidad, en la condición contemporánea a la encíclica, estaba condicionada por las premisas de la revolución industrial y de la revolución política francesa, acaecidas ambas en la segunda mitad del siglo XVIII. A partir de entonces se precipitaron los acontecimientos y se instauraron formas repentinas de vida. Por su parte la Iglesia verificó un cambio, según su propia norma de desarrollo, a partir del pontificado de León XIII, en 1878. Pablo VI señalará de un modo particular el nombre de este pontífice, recogiendo así un pensamiento hoy común, como «el punto de arranque de una apertura en magisterio y renovación de instituciones hacia los tiempos presentes»24. Somos herederos de un estilo, dirá sin reticencias Pablo VI, «que comenzó» por el sabio León XIII. Así puede quedar con alguna esquematización, cronológicamente definida, la amplitud del desfase.
Pablo VI quiere ser continuador de los últimos Papas. No es un creador de una nueva actitud de la Iglesia ante el acontecer humano, sino heredero de una historia en marcha; pero de una historia que no se detiene en una época para repetirse y reproducirse: sino viva y lanzada al mundo. Por eso Pablo VI llama, siguiendo la fase actual de la humanidad, diálogo a su convivencia con el mundo moderno.
La Iglesia se enfrenta a dos problemas: un mundo inmerso en una tensión cuasi- bélica y una Iglesia que pretende aportar soluciones, pero que quizá debe reflexionar sobre sus métodos para poder llegar a todos los hombres. Por ello el Papa Montini, consciente de la suma importancia para la renovación de la Iglesia decide continuar el Concilio que su predecesor Juan XXIII había ya iniciado. De esta forma, con «un aire más fresco» y una metodología más acorde a las circunstancias del mundo contemporáneo la Iglesia lograr que el mensaje de Cristo sea escuchado y vivido por un mayor número de hombres; podrá aportar luz a las situaciones de vicisitud en las que se encuentran sumergidas varias naciones.
La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en el que le toca vivir; se hace palabra, mensaje, coloquio. Así se pone en línea con León XIII, que hacía objeto de su riquísima enseñanza los problemas de nuestro tiempo; con Pío XI y Pío XII, que legaron un vastísimo y magnífico patrimonio de doctrina, fruto del amoroso y sabio intento de aunar el pensamiento divino con el pensamiento humano.
Pablo VI, recogiendo el legado que los últimos pontífices habían ido ya cultivando, llama a reflexionar a la Iglesia sobre sí misma para poder reflexionar acerca del mundo con el que está obligada a mantener un diálogo profundo, continuo y equitativo.
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5. Soluciones que se plantean a los problemas
Como señalamos en la introducción, la Ecclesiam suam no es en sí una encíclica social, sin embargo trata de una manera magistral y magisterial las relaciones de la Iglesia con el mundo, es decir, cómo debe ubicarse ésta respecto a la humanidad para acercar el mensaje de Cristo a todos los hombres.
Así, abarca una serie de problemas, que hemos indicado ya, y propone sugerentes soluciones a los mismos.
a) El «espíritu de pobreza»
Pablo VI en su encíclica, no habla ni de la pobreza de espíritu ni de la pobreza a secas, sino del «espíritu de pobreza». Tal vez no utilice la expresión tradicional para evitar los equívocos que la han desprestigiado, al parecer, en algunos casos, como una pobreza tan interior y tan sutil, y, por otra parte, tan confortablemente instalad en una vida de abundancia y despreocupación, que difícilmente podría hacerse compatible con una seria adhesión al Evangelio.
Y al no hablar de la pobreza a secas –como los rigoristas de nuestro tiempo-, lo hace porque, fiel a la palabra de Dios y a la tradición viva de la Iglesia, sabe que no es la indigencia sin más, ni siquiera la renuncia voluntaria de los bienes por cualquier motivo, la raíz de la primera bienaventuranza.
En el lenguaje neotestamentario, expresa una realidad viva, profunda, persona que emerge de la acción del Espíritu de Dios, con fuerza expansiva para penetrar y orientar la vida entera y hacerle producir frutos.
Al ofrecer en la Ecclesiam suam unas orientaciones concretas para renovar la vida eclesiástica, el Papa propone, en primer lugar, «la vigorización de un “espíritu”, es decir, de una fuerza religiosa que determine una humildad auténtica, un desprendimiento liberador y efectivo y la total dedicación de cuantos dones hemos recibido de Dios a la realización de la justicia y de la fraternidad de los hombres en Cristo»25.
Y este impulso de dedicación entrañado en el espíritu de pobreza es lo que el Papa Montini subraya al hacer su apología.
El auténtico espíritu de pobreza –afirma Pablo VI- «no empobrece el orden económico, no debilita el trabajo y su prodigiosa organización, sino que lo humaniza al insertar las virtudes en el juego de los intereses hasta hacerlo más funcional y beneficioso»26.
El amor de las riquezas, más que motor de progreso, es una pasión que ciega, frente al espíritu de pobreza que proporciona al cristiano un juicio sereno y objetivo. Ambas ideas son expuestas en la encíclica de una forma sencilla, pero clara y contundente.
a) Juicio sereno y objetivo de los valores económicos
El amor de las riquezas «con facilidad turba el espíritu de quien las anhela o posee, haciéndole pensar, primero que son un bien indispensable; después, que son el único bien que satisface todas las necesidades»27.
El espíritu de pobreza, por el contrario, reconoce que «el hecho económico es gigantesco y fundamental en el desarrollo de la civilización moderna», pero valora «la riqueza y el progreso que ella puede engendrar con justa y a veces severa estimación»28,
«en función de su origen y de su fin»29.
b) La pobreza evangélica mantiene viva la sensibilidad social
El amor a las riquezas «corrompe los sentimientos del alma y envenena las relaciones con el prójimo»30, reduciendo la vida moral al nivel de la mediocridad de las cosas en venta o del egoísmo personal.
Mientras que el espíritu de pobreza que nace del amor a Cristo inspira la misericordia más sincera y eficaz.
Todas las medidas económicas producen reflejos sociales que afectan a los hombres de carne y hueso, que tienen la misma dignidad y los mismos derechos fundamentales que nosotros.
Quedar satisfecho con los resultados globales cuantitativos sin atender a los sacrificios que fueron necesarios para obtenerlos o a sus consecuencias sociales, no es cristiano ni humano. Por ello, para ver claras estas cosas, sentirlas con viveza y luchar denodadamente para evitarlas, es necesaria la sensibilidad que proporciona la pobreza evangélica.
g) Capacidad de cooperación en la producción de bienes económicos y en equitativa distribución social
El amor de las riquezas no es móvil suficiente para producirlas en la medida de las necesidades humanas.
Conseguidos los objetivos previstos por los grupos privilegiados, se paraliza la expansión o se destruye, directamente o por medio de las inversiones de guerra y de prestigio, todo lo que se considera sobrante, aunque se trate de lo que otros grupos sociales o pueblos necesiten.
Las tensiones sociales internas de las comunidades nacionales y la inestabilidad de la paz internacional tienen aquí su origen. En un clima de codicia y de culto al dinero,
«los bienes económicos se convierten en fuente de luchas, de egoísmos y de orgullo entre los hombres y adquieren la trágica capacidad de hacerlos enemigos entre sí»31.
El espíritu de la pobreza actúa en un sentido inverso. Precisamente porque estima
«los bienes económicos, aunque inferiores a los espirituales y eternos, como necesarios para la vida presente», el cristiano ofrece a su consecución «una cooperación humanísima»32.
Con un vivísimo interés procura poner la ciencia, la técnica y especialmente el trabajo al servicio de las inmensas necesidades del mundo. Quitar de nuestra civilización la deshonra de la miseria es su objetivo.
Gracias al espíritu de pobreza, el cristiano ha de procurar que «por las vías de la justicia y de la equidad se enderecen las realidades económicas»33 al servicio del hombre y del bien común.
b) La caridad
La expresión caridad social –desconocida por la teología clásica, lo mismo que la justicia social- ha sido empleada repetidas veces por los últimos Pontífices desde León XIII, y a ella alude Pablo VI en la Ecclesiam suam al decir que nuestra caridad ha de extenderse a todo el género humano34.
La caridad social no es una virtud distinta de la caridad teologal. Es «la misma virtud de la caridad, en cuanto que nos inclina a amar por Dios a la sociedad humana, de la que formamos parte nosotros mismos»35.
El objeto primario de la virtud teologal de la caridad es Dios, que debe ser amado por sí mismo y por encima de todas las cosas; pero el objeto secundario es todo aquello que Dios ama y quiere que nosotros amemos también. En primer lugar, los seres elevados a orden sobrenatural –ángeles y hombres-, en los que, por la sublime transformación de la gracia, brilla una verdadera semejanza con la divina bondad, y en segundo plano, todos los demás seres buenos o capaces de bondad, que también son amados por Dios, puesto que han recibido de Él todo lo que tienen de existencia y de bondad.
Cualquier sociedad que sea buena en sí misma o por su fin, puede ser, por consiguiente, objeto de nuestra caridad. Dios la ama, puesto que esa sociedad es capaz de glorificarle, de conocerle y alabarle durante su existencia terrena en cuanto tal sociedad.
Dicho esto hemos de fijarnos en uno de los extremos más importantes de la caridad en su aspecto social y colectivo: su importancia decisiva para garantizar la paz y el concierto entre las naciones.
Santo Tomás demuestra con su profundidad acostumbrada que la paz es uno de los efectos internos de la caridad. La caridad, en efecto, causa la paz personal y la paz social o concordia. Causa la primera al unificar los afectos del hombre en Dios, amado con todo el corazón. Y causa la segunda, porque la amistad caritativa hace querer el bien ajeno como el propio36.
Al ponerse a sí mismo la objeción de que la Sagrada Escritura afirma que la paz es obra de la justicia (Is 32,17), contesta el Doctor Angélico:
«La justicia produce la paz indirectamente, en cuanto que elimina los obstáculos que a ella se oponen; pero directamente es obra de la caridad, porque la causa por propia esencia. Y es que el amor es “fuerza unificadora”, como dice Dionisio; y la paz es unificación de las inclinaciones apetitivas»37.
Es una quimera y vana ilusión el pretender remediar los males que atormentan a la humanidad y evitar los conflictos sociales y guerras entre las naciones a base únicamente de la justicia social. Como observan sapientísimamente los últimos Papas en sus grandes encíclicas sociales, la justicia social es indispensable, pero no suficiente; ha de ser completada con una efusión de entrañable caridad entre todos los hombres del mundo.
c) El diálogo
Cada encíclica tiene su matiz personal, su tema preferente. Es incuestionable, de puro evidente, que Ecclesiam suam es la encíclica del diálogo38. Ratifica y hace explícito el deseo, hacía tiempo latente en la Iglesia, de entablar el diálogo con el mundo. De esta manera se abría una nueva era en las relaciones de la Iglesia con el mundo.
Y aunque, «como es claro, las relaciones entre la Iglesia y el mundo pueden revestir muchos y diversos aspectos»39, Pablo VI señala: «nos parece que la relación entre la Iglesia y el mundo, sin cerrar el camino a otras formas legítimas, puede representarse mejor por un diálogo»40.
Pero, para comprender bien el sentido que el Papa da a la palabra diálogo, es necesario no perder de vista la construcción grandiosa de la encíclica, dividida en tres partes: conciencia de lo que debe ser la Iglesia; reforma necesaria de los miembros de la misma; diálogo de la Iglesia con el mundo contemporáneo.
«El concepto de diálogo en la mente de Pablo VI no se puede separar del concepto de Iglesia»41. El vocablo diálogo tiene en la Ecclesiam suam un valor teológico. Y así se manifiesta en el origen del diálogo, en el fin del mismo y en la propia definición.
El origen trascendente del diálogo está en Dios. El diálogo «fue abierto espontáneamente por iniciativa divina. Fue un formidable requerimiento del amor, exento de toda coacción»42.
Si, pues, el origen trascendental del diálogo está en Dios y el fin es el crecimiento del Cuerpo místico de Cristo, diálogo es, como bien dice el Papa Montini, «impulso interno de amor que se manifiesta en obras externas de este mismo amor»43. Toda palabra u obra puede ser diálogo. Toda comunicación de bienes hecha en caridad es diálogo, porque todo el cuerpo trabado y unido por todos los ligamentos, que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad (Ef 4,16).
Pablo VI hace por tanto un especial hincapié en el diálogo que la Iglesia debe mantener con la humanidad, con el mundo. Para ello es preciso llevar a cabo un aggiornamento, una «puesta al día». Esta expresión de Juan XXIII es también adoptada por Montini en su encíclica y a lo largo de todo su pontificado. Sin embargo, hemos de señalar, que a lo largo de éste existieron algunas mentes conturbadas que para pretender cohonestar sus descarríos se sirvieron de tal expresión otorgándole un sentido equívoco.
El diálogo con el mundo es una ocasión de doble salida: hacia la comprensión apostólica, sí, pero también hacia la entrega profana. Si a lo primero nos excita Pablo VI, contra lo segundo nos precave. El Papa estaba perfectamente informado de ciertos fenómenos de crisis que se presentaron en el seno de la Iglesia católica y en las iglesias separadas. En el campo filosófico como en el campo práctico de la acción, es preciso marcar la línea de la rectitud moral y de la consecuente conducta. Y por ello Pablo VI nos da la alarma contra la moda, que hace estragos incluso en el reino del pensamiento.
Pero no basta hablar por hablar. La palabra exige unos cauces, unas reglas sabidas y respetadas, sobre todo cuando la palabra de un hombre se entreteje con la palabra de otro hombre, de ahí que el Papa establezca con todo rigor las condiciones44 del diálogo de la Iglesia con el mundo, y por consiguiente del hombre a hombre y de pueblo a pueblo.
El primer carácter que da Pablo VI al diálogo es la caridad; el diálogo supone y exige capacidad de comprensión, es un trasvase de pensamientos, es una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre; y basta esta su inicial exigencia para estimular nuestra solicitud apostólica a fin de revisar nuestro lenguaje: si es comprensible, popular, escogido, etc.
De ahí se deriva el segundo carácter: la moderación, la que Cristo nos propuso que aprendiéramos de Él mismo; el diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo; su autoridad es intrínseca por la verdad que explica, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone.
El tercer carácter es la confianza; tanto en el valor de la palabra propia cuanto en la actitud para acogerla por parte del interlocutor, la confianza promueve la amistad, entrelaza los espíritus en una mutua adhesión a un bien que excluye todo fin egoísta.
El cuarto carácter es la prudencia pedagógica; la cual toma muy en cuenta las condiciones psicológicas y morales del que escucha: si niño, si inculto, si impreparado, si desconfiado, si hostil; y se afana por conocer la sensibilidad del interlocutor y por modificar racionalmente las formas de la propia presentación para no resultar molesto e incomprensible.
Para el diálogo entre distintas confesiones religiones, entre distintas concepciones de la vida, entre distintas culturas y razas, también da su norma el Pontífice: «No queremos negar nuestro reconocimiento a los valores espirituales y morales de las variadas confesiones religiosas no cristianas»45. Incluso entre las distintas comunidades ideales, y por ello Pablo VI recomienda no dejar de utilizarlo «allí donde con recíproco y leal respeto sea benévolamente aceptado»46. Pues efectivamente entre las distintas religiones, como entre los distintos pueblos, cabe promover y difundir los ideales comunes «en el campo de la libertad religiosa, de la fraternidad humana, de la buena cultura, de la beneficencia social y del orden civil»47.
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6. Conclusión
Lo que parecía ser una encíclica programática tras el anuncio de su publicación, se ha convertido a lo largo de los años, con su estudio y aceptación, en un rico desarrollo de las bases sociales y eclesiológicas de una Iglesia que debe caminar unida al mundo en nuestro tiempo.
La Ecclesiam suam nos introduce en el talante eclesial y en el estilo personal de Montini, en cuanto que «en ella aparece el hombre que, primero, ama a la Iglesia y luego reflexiona sobre ella»48. Este amor le lleva a querer su reforma, partiendo de una fidelidad básica a lo que la Iglesia posee como esencial y fundamental. Y le conduce, expresándolo bellamente en términos de círculos concéntricos al diálogo ad extra y ad intra, incluyendo aquí el ecuménico: o sea, desde los hermanos más lejanos a aquellos que por la fe se encuentran más próximos.
Dicha encíclica, ha sido considerada como mensaje social, a pesar de que en ella no aborda problemas concretos del mundo (ejs. derecho a la asociación de trabajadores, remuneración del trabajo, poder político, etc.). Sin embargo, para la Doctrina Social de la Iglesia el diálogo es un instrumento eficaz entre las comunidades cristianas y la comunidad civil y política, «un instrumento idóneo para promover e inspirar actitudes de correcta y fecunda colaboración, según las modalidades adecuadas a las circunstancias»49. Por ello el compromiso de las autoridades civiles y políticas, llamadas a servir a la vocación personal y social del hombre, según su propia competencia y con sus propios medios, puede encontrar en la DSI un importante apoyo y una rica fuente de inspiración.
La doctrina social es un terreno fecundo para cultivar el diálogo y la colaboración en el campo ecuménico, que hoy día se lleva a efecto en diversos ámbitos a gran escala: en la defensa de la dignidad de las personas, humanas, en la promoción de la paz, en la lucha concreta y eficaz contra las miserias de nuestro tiempo (hambre, analfabetismo, falta de vivienda, etc.). Esta multiforme cooperación aumenta la conciencia de la fraternidad en Cristo y facilita el campo ecuménico.
Pero Pablo VI en la Ecclesiam suam exige aún más para la Iglesia. Ya no sólo muestra y demuestra50 que «el diálogo está abierto» para las demás iglesias hermanas, sino que pide un diálogo entre todos los creyentes de las religiones del mundo –también no cristianas-, a fin de que sepan compartir la búsqueda de las formas más oportunas de colaboración, pues las religiones tienen un papel importante en la consecución de la paz, que depende del compromiso común por el desarrollo integral del hombre.
La Ecclesiam suam, probablemente, es una de las encíclicas más estudiadas a pesar de la diversidad de temas que en ella se abarcan, pero precisamente por los puntos escogidos y la forma en que se tratan así lo exige. Pablo VI sitúa con ella, ya al inicio de su pontificado, el ministerio pretino dentro de la Iglesia, en diálogo con ella, lo cual constituirá un cambio radical en el modo de concebir las relaciones Iglesia-mundo, y una acentuación progresiva en el desarrollo social de las mismas.
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7. Referencias
1 Publicado bajo el título: “La Encíclica Ecclesiam suam a los 50 años de su publicación. Una mirada desde la DSI”, en Studium Vol. 54, Nº. 1 (2014), pp. 87-108
2 Estudió en León, Salamanca, Jerusalén y Valladolid. Profesor de la Universidad de León, del Instituto Superior de Teología de Astorga y León (afiliado a la Univ. Pontificia de Salamanca), del Instituto Superior de Ciencias Religiosas “San Genadio” de Ponferrada (afiliado a la Univ. Eclesiástica San Dámaso) y profesor invitado del Instituto Superior de Ciencias Religiosas “San Jerónimo”, de la Facultad de Teología de Burgos. Es miembro de la Sociedad Bíblica Católica Internacional, donde ha impartido cursos de arqueología. Así mismo es Presidente del Ateneo Leonés y director del Instituto de Investigación y Estudios Leoneses “González de Lama”. Desde 2014 es director de la revista científica Ateneo Leonés. Tiene varias obras monográficas publicadas y diversos artículos en revistas científicas
3 Cfr. H. SEBÁ LÓPEZ, Curso de Doctrina Social de la Iglesia, Bogotá 2003, 109-111
4 PABLO VI, Carta Encíclica Ecclesiam Suam (6 agosto 1964), 60
5 Ibídem, 62
6 Cfr. IDEM, Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi (8 diciembre 1975), 20
7 ES, 65
8 Cfr. R. J. MCMAHON, La Guerra Fría. Una breve introducción, Madrid 2009, 103; M. P. LEFFLER, La guerra después de la guerra. Estados Unidos, la Unión Soviética y la Guerra Fría, Barcelona 2008; F. S. SAUNDERS, La CIA y la Guerra Fría cultural, Madrid 2001, 456; J. O’SULLIVAN, El Presidente, el Papa y la Primera Ministra. un trío que cambió el mundo, Madrid 2007
9 Cfr. J. U. MARTÍNEZ CARRERAS, El mundo árabe e Israel: El Próximo Oriente en el s. XX, Madrid 1999, 127-131
10 Cfr. M. GZALEZ. MARTÍN, «Concepto teológico del mundo. Posición del cristiano moderno frente al mundo», in AA.VV., El diálogo según la mente de Pablo VI, Madrid 1968, 234-236
11 ES, 91
12 Ibídem.
13 Pablo VI, como lo hiciera anteriormente Juan XXIII, recalcó este pensamiento en el discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II, el 29 de septiembre de 1963: AAS 55 (1963), 852
14 ES, 72
15 Cfr. ES, 51
16 ES, 54
17 Cfr. A. BRIVA, «La Iglesia reflexiona sobre sí misma», in AA.VV., El diálogo según la mente de Pablo VI, Madrid 1968, 234-236
18 E. SCHILLEBEECKX, La iglesia y el mundo, Salamanca 1968, DO-C n. 142, 7
19 Cfr. ES, 47
20 J. ITURRIOZ, «La Iglesia en el mundo», in F. GARCÍA-SALVE (Dir.), Comentario eclesial a la Ecclesiam suam, Bilbao 1965, 208
21 Cfr. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución sobre la Iglesia, 31-36
22 PABLO VI, Discurso a la Unión de Empresarios y Dirigentes Católicos (8 junio 1964): Ecclesia 24 (1964), 11
23 N. GONZÁLEZ, «La concepción de la realidad de Pablo VI en la “Ecclesiam suam”», in F. GARCÍA-SALVE (Dir.), o.c., 195
24 Ibídem., 196
25 E. BENAVENT, «La pobreza», in AA.VV., El diálogo según la mente de Pablo VI, Madrid 1968, 250
26 PABLO VI, Alocución a las Conferencias de San Vicente de Paúl (5 diciembre 1964): Ecclesia 28 (1964), 58
27 J. B. MONTINI, Cristianismo y bienestar, Salamanca 1964, 29
28 ES, 51
29 PABLO VI, Alocución a las Conferencias: o.c., 58
30 J. B. MONTINI, o.c., 29
31 PABLO VI, Alocución a las Conferencias: o.c., 58
32 ES, 51
33 Íbidem.
34 Cfr. ES, 52
35 A. ROYO MARÍN, Teología de la caridad, Madrid 1960, 438 36 STO. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologica II, q. 29, a. 3 37 Ibídem., ad. 3
38 Cfr. J.M. ALBAREDA, «Idolatria e verità nella scienza»: Studi Catolici 8 (1964) n.45 68-70; J. ALEU,
«Fundamentos teológicos del diálogo ecuménico»: Razón y Fe 814 (1964) 305; T. BALASURIYA, «L’Église est-elle ouverte au dialogue en Asie?»: Perspectives de Catholicité 24 (1965) 91-98; L. BOGLIOLO,
«Dialogo e Persona»: L’Obsservatore Romano (19 abril 1964) 3; C. CALDERÓN, «La Iglesia del diálogo»: Ecclesia 25 (1965) 1915-1916; J.A. CASAS, «Diálogo con los hijos de la casa de Dios»: Revista Javeriana 62 (1964) 449-456; L. CIAPPI, «Chiara e ferma coscienza del supremo mandato»: L’Osservatore Romano (28 octubre 1964) 5; J.A. EGUREN, «La Iglesia, columna de la verdad»: Revista Javeriana 62 (1964) 411- 415; V. FAGONE, «I presupposti filosofici del dialogo»: La Civiltà Cattolica 115 (1964) IV 317-329; J. C. GIAQUINTA, «El diálogo»: ES 82-152; D. ITURRIOZ, «Al margen de la “Ecclesiam suam”»: Razón y fe 170 (1964) 227-229; F. ORTIZ DE URTARÁN, «Teología y práctica del diálogo»: Surge 22 (1964) 341-347; E. URETA, «Diálogo: Dios, Hombre, Iglesia»: Ioseph 5 (1964) n. 15 334-345; IDEM., «Iglesia y mundo al encuentro»: Ioseph 6 (1965) n. 17 221-228; K. GAWRON, Dialogue as a pastoral method in the Teaching of Pope Paul VI, Roma 1982; W. SANDFUCHS, Paul VI. Papst des Dialogs und des Friedens, Würzburg 1978; G. BOLZONI, «Rinnovamento e dialogo della Chiesa nell’insegnamento di Paolo VI»: Div 15 (1971) 236-283
39 ES, 90
40 ES, 91
41 A. HERRERA ORIA, «El Diálogo», in AA.VV., El diálogo según la mente de Pablo VI, Madrid 1968, 315
42 ES, 69
43 ES, 26
44 Cfr. ES, 75
45 ES, 40
46 Ibídem.
47 ES, 100
48 E. DE LA HERA, Pablo VI. Timonel de la Unidad, Zamora 1998, 331
49 PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ, Compendio de la DSI, Madrid 2005, 534
50 Hacemos esta doble distinción puesto que antes de la publicación de la encíclica, en la que dedica varios números al diálogo ecuménico, Pablo VI, consciente de esta importante tarea, había mantenido ya el célebre encuentro con el Patriarca Atenágoras en Jerusalén (enero de 1964) y había aumentado el número de observadores delegados en la segunda sesión del Vaticano II.